De todo...

Algunas imágenes, poemas y escritos son de terceros, quienes podrán disponer su eliminación cuando lo deseen.

Planté algunos árboles, tuve 3 hijos y 3 nietos, estoy listo para escribir mi libro...

Planté algunos árboles, tuve 3 hijos y 3 nietos, estoy listo para escribir mi libro...

11/2/16

Ellos y yo...



Si se fijan en la fecha, mi última publicación fue hace mucho tiempo (2013).

La verdad no tenía ganas de escribir, como no sé si las tengo ahora, pero, en fin…

El asunto es que regresé a mi Buenos Aires, a mis hijos, a mis nietos, a mis calles, a mis esquinas, a mi San Lorenzo. Pero una buena parte de mi corazón se quedó en Puerto Ordaz.

Para colmo, me quedé solo…

En fín… Así vino la mano…

Ahora vuelvo a sentarme frente a mi aparato de escribir, tratando de recuperar mi mente de escritor (a las musas no las llamo más, por las dudas) y viendo si sale algo de mi cerebro vacío. Lo hago como ejercicio. Lo hago para hacerlo trabajar a ese vago de mierda…

Solucioné mi soledad como todo varón que se precia: me traje dos gatos a casa… Comen conmigo, duermen conmigo, cuando llego de trabajar allí están esperándome para llenarme de mimos. Gracias a ellos he descubierto que durante años los rechacé sin razón… Prefería la lealtad del perro… Ahora me di cuenta que no obtengo lealtad… Ellos no son leales, no son fieles… Viven en mi casa como si fueran mis compañeros de departamento. Son tan dueños de todos sus rincones como lo soy yo, pero los conocen más. Hablamos… Me entienden, yo los entiendo. Saben cuándo quiero estar solo, saben cuándo quiero que me ronroneen en la cara, y si quieren, lo hacen… Y yo sé cuándo quieren estar solos, cuándo quieren jugar, cuándo quieren caricias, y yo, si quiero se las hago…


No tengo un par de mascotas. Tengo un par de socios. En realidad, una pareja de socios, porque son macho y hembra, dos hermanos de la misma camada.

Es maravilloso ver cómo se adaptaron a las circunstancias y los horarios de la casa. Se juega por la mañana temprano, no sé qué hacen cuando no estoy pero se deben divertir mucho porque generalmente encuentro almohadones en el suelo, sus juguetes por todos lados y su plato vacío.

Cuando abro la puerta al llegar, están los dos sentados, frente a  mí, mirándome fijo a la cara, como si fueran dos estatuas griegas. Tardan un par de segundos en comprender cómo estoy y qué quiero, y se ponen en movimiento. Y siempre aciertan…

A veces me dan ganas de gritarles, por ejemplo cuando se suben mientras estoy escribiendo a la mesa que uso de escritorio y caminan por arriba del teclkhfhuUFswwq1… Pero los saco y comprenden: por ahí no se pasa.

El balcón es su campo de aventuras… Corren, se trepan, saltan… Les hice un trepador con tres ramas y desde ese día no paran de agradecérmelo…

El otro día aprendí que existía el verbo “gatolizar”… Bueno… Mi casa y yo nos hemos gatolizado…


Al principio cerraba la puerta del baño cuando me bañaba, porque suelen seguirme a todos lados, y el agua les causa simultáneamente curiosidad y rechazo. Maullaban en la puerta pidiendo que los dejara entrar, así que finalmente, decidí bañarme con las puertas abiertas. Es extraña la actitud que tienen frente al agua. Evidentemente les atrae o les produce curiosidad porque oyen ruido de agua y se acercan inmediatamente a ver e inclusive insinúan mojar sus patas. Generalmente se paran en el borde de la bañadera y mientras me baño ellos miran caer el agua de la ducha…

Un día los bañé… Fue una experiencia loca… Una desesperación por evitar ser metidos en el agua y posteriormente un relax total mientras son enjabonados y enjuagados. Parece que no quisieran salir. Mientras baño a uno, el otro mira sabiendo que después le toca a él… Les fascina la refregada con la toalla… Ronronean con energía…
Cuando salen del baño están felices, corren por toda la casa, saltan de los sillones a las mesas, de las mesas a las sillas y así recorren toda la casa durante un rato, jugando entre ellos.


A las 10 de la noche habitualmente me meto en la cama. Leo o miro alguna película por tele. Ellos se suben a la cama, se sientan junto a mis pies y… MIRAN TELEVISIÓN…!

Cuando apago la luz y me acuesto para dormir, automáticamente se acomodan a mi lado, o mejor dicho, en mi almohada… Yo sé que muchos dirán que estoy loco, que soy un sucio, que es un asco, pero no saben que gratificante y relajante es dormirse con esos suaves pompones ronroneando el lado de tu cara…


En fin… Estoy comenzando a pensar, después de tres matrimonios fallidos, que habría sido mejor conseguirse unos gatos…


14/5/13

Un día normal (aventura en capítulos) Capitulo 1: El arranque...


Seis y media me despierto. No importa a la hora que me duerma, no importa lo cansado que esté, no importa que sea fín de semana… A esa hora me siento en la cama. Me lleva unos 5 minutos ubicarme en el tiempo. Es feriado? Tengo que ir a trabajar?
 

Cuando es feriado, no hay problemas: me vuelvo a acostar y duermo hasta la hora que sea…

Si es día de semana, me levanto, agarro mis calzoncillos del último cajón de la cómoda y, en silencio, salgo de la habitación y me meto en el baño. Me siento en el inodoro porque en el estado que estoy no tengo muy en claro qué voy a dejar en el mismo. Espero 5 minutos mientras dormito, a la espera del resultado final.

Terminada la parte escatológica y, previo lavado de manos, me pongo el calzoncillo, me cepillo los dientes, me lavo la cara y me peino. Mis anexos cutáneos craneales son todo un problema: a pesar de ser pocos (muy pocos) tienen la obstinada tendencia a pararse lo que me hace parecer a Larry (el amigo de Curly y Moe). Entonces recurro al gel (bah! A la vieja gomina, nada más que ahora viene suave, perfumada y unisex).



Terminado el “operativo baño”, voy al cuarto de huéspedes (mi mujer lo llama “el cuarto de los locos” porque suele estar absoluta y totalmente desordenado y la cama se esconde debajo de ropa por planchar y planchada). Allí está mi placard exclusivo. Bueno… Es un decir… Mi mujer descubrió que comprimiendo la ropa que tengo colgada allí, entran algunas blusas de ella… Del segundo estante, el que queda debajo del estante donde están las frazadas y los acolchados que invadieron el espacio, de ese segundo estante donde guardo cosas (estante rebautizado como estante de las porquerías", y que se encuentra arriba del estante de los sweters/bermudas/pantalones y camisas viejas, saco mi máquina de afeitar eléctrica.

La afeitada para mi es una de las cosas que más me han complicado la vida. Cuando usaba las afeitadoras manuales, debía luchar entre la necesidad de bañarme después de afeitarme para borrar las huellas sanguíneas de mi tersa piel facial, y el placer de acostarme bañado… Además vivía con la cara y el cuello irritados. Finalmente, después de más de 60 años, descubrí por qué mi viejo se afeitaba con la eléctrica…

Me voy en calzoncillos al líving (lugar más fresco de la casa), me siento en un sillón cercano al enchufe, y, relajadamente, me afeito.

Terminado ese proceso, vuelvo al cuarto de los locos y me visto. Normalmente repito el pantalón un par de días, pero camisas y medias, siempre limpias.

Mientras estoy en el proceso de ponerme los zapatos (no sé por qué siempre justo en ese momento) mi flaquita se levanta, con cara de sueño, y generosamente me pregunta “Te preparo el desayuno…?” No más de una vez por semana le digo que si. Las demás veces le respondo “No, gracias, mi amor… Sigue durmiendo…” (el “sigue” no es un recurso lingüístico de la escritura, sino que como ella es venezolana y yo soy multilingüe, cuando le hablo a ella , hablo de esa manera). Si la respuesta es sí, me tomo un café (exquisito, café de verdad, no instantáneo) con un par de tostadas con queso untable. Si la respuesta es no, me preparo un café, me lo tomo mientras leo las noticias y los mensajes que entraron durante la noche en mi “smartphone”, convertido en una herramienta multiuso.

Después, paso por el dormitorio donde mi mujer, en cualquiera de los dos casos (preparando o no el desayuno) está nuevamente durmiendo, le doy el beso de despedida y parto rumbo al día… (continuará)

26/10/12

El Cronopio copy-paste (una manera de recordar a Julio)


Llegó a sus manos cuando tenía 20 años. Lo leyó enamorándose de cada letra, de cada palabra, de cada frase.

Rápidamente se identificó con los cronopios y pasó a desdeñar a famas e ignorar a esperanzas.

Pasó el tiempo y, a lo sumo, una vez por año, buscaba ese libro y lo leía deteniéndose para repetir de memoria cada frase.

Su recorrido literario fue pasando por diversos escritores, pero siempre regresaba al libro original.

Con la edad, se fue mimetizando con sus historias, y ahora, a los 70, consideró que había llegado el momento de consagrarse oficial y públicamente con el título de Primer Cronopio.

Comenzó por llorar. Dirigía la imaginación a sí mismo. Cuando llegaba el llanto, se tapaba la cara con las manos hacia adentro y contaba hasta 180, ya que esa era la duración correcta de un buen llanto.

Una mañana se aterrorizó al ver una diminuta imagen de coral formada con la pasta dentífrica sobre el cepillo de dientes. Más miedo sintió cuando le comenzó a doler una muñeca y al sacarse el reloj vio que de la marca de los dientes comenzó a manar sangre.

Trató de serenarse, sujetó el reloj con una mano y con dos dedos comenzó a girar la llave de la cuerda y se abrió otro plazo y el tiempo como un abanico se fue llenando de sí mismo y de él brotaron el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

Comprendió que estaba preso en el libro. Pero no era una cárcel, era un refugio. Y comprendió que él era el regalo para el reloj…!

Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, entró en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Comprendió entonces que el suelo se había plegado y era una sucesión de peldaños. Cada uno de estos peldaños, formados por dos elementos, se situaba un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Adivinó que, a pesar de su cárcel-refugio, las hormigas se comerán inexorablemente a Roma salvo que alguien haga algo. Decidió no hacer la vista gorda. Primero buscó la orientación de las fuentes y las marcó con un círculo azul que, sin duda las dejará a todas adentro. Después solo quedó horadar la piedra opaca. Y no pidió ayuda a nadie, nunca. Mató las hormigas con sólo llegar antes a la fuente central. Y se fue en un tren nocturno huyendo de lamias vengadoras, oscuramente felices, confundido con soldados y con monjas.

Un  domingo por la tarde, después de los ravioles comenzó una construcción en el jardín delantero de su casa. Aunque nunca le preocupó lo que puedan pensar los vecinos, era evidente que los pocos mirones suponían que iba a levantar una o dos piezas para agrandar la casa. No comprendían ni reconocían en su obra lo que verdaderamente era: un patíbulo. Pero abandonó porque no tenía un lechón adobado parta festejar el fin de obra, lo que dejo a los vecinos muy molestos.

Pensó en la vulgaridad generalizada, especialmente de esos vecinos, de la que él y su familia eran terribles enemigos. Por eso cuando escuchaba en la cantina frases como “Fue un partido de trámite violento”, o: “Los remates de Faggiolli se caracterizaron por un notable trabajo de infiltración preliminar del eje medio”, inmediatamente dejaba constancia de las formas más castizas y aconsejables en la emergencia, es decir: “Hubo una de patadas que te la debo”, o: “Primero los arrollamos y después fue la goleada”.

Cada vez se sentía más protegido en su libro-cárcel-refugio. Eso lo animó a ir a la sucursal de Correos de la calle Serrano y repartir globos de colores y enviar giros a lugares como Purmamarca, completando su obra con un reparto de empanadas y grapa, y logrando cantar el Himno antes que llegara la policía.

Una mañana se levantó preocupado por el destino de los pelos que caían en el lavabo. Imaginó la dificultad de reencontrarlo, lo complicado de la búsqueda por las alcantarillas, pero se consoló pensando que, con suerte, a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encuentre el pelo. Con solo pensar en la alegría que eso le produciría, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada.

Esa noche recordó a su tía, la que tenía miedo de caerse de espaldas, pero recordó el tácito pacto familiar de no averiguar nada al respecto.

Por supuesto que el posatigres constituía una obsesión en su vida. Sabía que el tema planteaba un doble problema, sentimental y moral, pero en su biblia-libro-carcel-refugio estaban todas las respuestas a todas las preguntas y la solución a todos los dilemas. Sabia que posar el tigre tiene algo de total encuentro, de alineación frente a un absoluto; el equilibrio depende de tan poco y lo pagamos a un precio tan alto, que los breves instantes que siguen al posado y que deciden de su perfección nos arrebatan como de nosotros mismos, arrasan con la tigredad y la humanidad en un solo movimiento inmóvil que es vértigo, pausa y arribo.

Después de mucha práctica logro identificar cuando en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo en algún velorio. Y aprendió, con mucha práctica a realizar maniobras para adueñarse del mismo, incluyendo los llantos de la familia, los desmayos y el cadáver mismo.

Después de esas experiencias mortuorias, entraba en un café y pedía azúcar, otra vez azúcar, tres o cuatro veces azúcar, y formaba un montón en el centro de la mesa, mientras crecía la ira en los mostradores y debajo de los delantales blancos, y exactamente en medio del montón de azúcar escupía suavemente, y miraba embelezado el descenso del pequeño glaciar de saliva, oyendo el ruido de piedras rotas que lo acompañaba y que nacía en las gargantas contraídas de cinco parroquianos y del patrón, hombre honesto a sus horas.

Reconozcamos que, al principio, consideraba que era un secuestro, que el libro le estaba privando de la libertad, pero finalmente terminó por comprender que era justamente lo contrario: el libro le garantizaba libertad, la máxima libertad, la libertad de los cronopios.

Alguna vez se le ocurrió que el libro se reproduciría y sería millones, y taparía ciudades y maizales y los presidentes se pondrían en contacto para evitar el desastre, pero la razón le indicó que el libro no se reproducía y que los escribas cada vez eran menos, así que no existía ese peligro. Trató de convencer a las gotas que no se suicidaran, pero fue imposible. Brotaban en el marco y ahí mismo se tiraban; le parecía ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborrachaba en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas.

Algunas mañanas recordaba cuentos sin moraleja, de las famas que se pasaban el día bailando tregua y catala frente a los almacenes, hasta que las esperanzas le daban flor de golpiza mientras los cronopios se aglomeraban para ver. Otras veces se entristecía frente a una multitud de famas que remontaba Corrientes a las once y veinte y él, objeto verde y húmedo, marchaba a las once y cuarto meditando "Es tarde, pero menos tarde para mi que para los famas, para los famas es cinco minutos más tarde, llegarán a sus casas más tarde, se acostarán más tarde”.

Le gustaba viajar. Cuando se iba de viaje, encontraba los hoteles llenos, los trenes ya se habían marchado, llovía a gritos, y los taxis no querían llevarlos o les cobraban precios altísimos. Nunca se desanimaba porque creía firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se decía: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad". Y soñaba toda la noche que en la ciudad había grandes fiestas y que él estaba invitado. Al otro día se levanta contentísimo.

Se preocupaba al recordar que los famas guardaban los recuerdos en forma ordenada… Pobres…! El acostumbraba a dejarlos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasaba corriendo uno, lo acariciaba con suavidad y le decía: "No vayas a lastimarte", y también: "Cuidado con los escalones". Los vecinos se quejan siempre porque en su casa hay gran bulla y puertas que golpean, al contrario de la casa de los famas, que son ordenadas y silenciosas.
Un día comenzó a notar que el libro ya no era su cárcel-refugio. El se estaba convirtiendo en el libro. El comenzaba a ser el refugio de esas páginas que se le grabaron de los pies a la cabeza.

A cada rato consultaba su reloj alcaucil, que era uno de la gran especie, sujeto por el tallo a un agujero de la pared. Las innumerables hojas del alcaucil marcan la hora presente y además todas las horas, de modo que él no hace más que sacarle una hoja y ya sabe una hora. Como las va sacando de izquierda a derecha, siempre la hoja da la hora justa, y cada día empieza a sacar una nueva vuelta de hojas. Al llegar al corazón el tiempo no puede ya medirse, y en la infinita rosa violeta del centro encuentra un gran contento, entonces se la come con aceite, vinagre y sal, y pone otro reloj en el agujero.

Evidentemente no solo era cronopio. Ya casi era libro, era historias y vivencias de cronopio. Y las famas y las esperanzas convivían en él, lo que comenzó a desesperarlo.

Aplicando sus descubrimientos estableció que el fama era infra-vida, la esperanza para-vida, y el profesor de lenguas inter-vida. En cuanto él mismo, se consideraba ligeramente super-vida, pero más por poesía que por verdad. A la hora del almuerzo gozaba en oír hablar a sus contertulios, porque todos creían estar refiriéndose a las mismas cosas y no era así. La inter-vida manejaba abstracciones tales como espíritu y conciencia, que la para-vida escuchaba como quien oye llover -tarea delicada. Por supuesto, la infra-vida pedía a cada instante el queso rallado, y la super-vida trinchaba el pollo en cuarenta y dos movimientos, método Stanley Fitzsimmons.

Entonces se dedicó a robar las mangueras de los famas. Las azules se las regalaba a las niñas, con las amarillas adornó monumentos. Las verdes sirvieron para tender trampas africanas en el rosedal. Las rojas fueron a parar a las manos de las esperanzas que las buscaban ansiosas para regar sus jardines verdes. Finalmente logró que las famas cerraran la fábrica no sin antes dar un banquete lleno de discursos fúnebres y camareros que servían el pescado en medio de grandes suspiros. Y, por supuesto no lo invitaron.

Pensó que llegaba el final… Ya no era él. Era letras, palabras, frases…
Recordó a su hijo… Y a su padre… Los cronopios no tienen casi nunca hijos, pero si los tienen, pierden la cabeza y ocurren cosas extraordinarias. Por ejemplo, un cronopio tiene un hijo, y en seguida lo invade la maravilla y está seguro de que su hijo es el pararrayos de la hermosura y que por sus venas corre la química completa con aquí y allá istas llenas de bellas artes y poesía y urbanismo. Entonces este cronopio no puede ver a su hijo sin inclinarse profundamente ante él y decirle palabras de respetuoso homenaje. El hijo, como es natural, lo odia minuciosamente. Cuando entra en la edad escolar, su padre lo inscribe en primero inferior y el niño está contento entre otros pequeños cronopios, famas y esperanzas. Pero se va desmejorando a medida que se acerca el mediodía, porque sabe que a la salida lo estará esperando su padre, quién al verlo levantará las manos y dirá diversas cosas, a saber:

-Buenas salenas cronopio cronopio, el más bueno y más crecido y más arrebolado, el más prolijo y más respetuoso y más aplicado de los hijos!

Con lo cual los famas y las esperanzas junior se retuercen de la risa en el cordón de la vereda, y el pequeño cronopio odia empecinadamente a su padre y acabará por hacerle una mala jugada entre la primera comunión y el servicio militar. Pero los cronopios no sufren demasiado con eso, porque tambien ellos odiaban a sus padres, y hasta parecería que ese odio es otro nombre de la libertad o del vasto mundo.

Cuando comprendió esa realidad, vió claramente que era mucho mejor ser libro que ser lector. El lector es esclavo del libro mientras que el libro es dueño de la libertad de sus palabras…

28/8/12

El "bautismo"


La residencia lo condenaba casi a vivir en el Hospital. Era residente de 3er. Año de Cirugía y ya conocía rincones, cuentos, usos y costumbres del hospital. Si bien hacía guardia de 24 horas en el Servicio de Cirugía, compartía mucho con médicos, enfermeras, camilleros y ambulancieros de la Guardia Médica. Conocía a todos los médicos internos y a los residentes de los otros servicios del hospital. Habitualmente almorzaban y cenaban juntos y dormían en un pabellón con un cuarto para las mujeres y otro para los hombres.

Y, por supuesto, compartían los tradicionales divertimentos de los médicos de guardia.

Y uno de esos divertimentos era el “bautismo” de los nuevos practicantes de la guardia, habitualmente estudiantes de Medicina que se incorporaban a una guardia a hacer las primeras armas frente a los enfermos de verdad.

Pero tenemos que retrotraernos a unos días atrás al evento que motiva este relato. Digamos, unos 5 días atrás.

Salía del consultorio externo, después de haber estado atendiendo pacientes, y pensando en el próximo almuerzo, cuando… “sintió” o “presintió” que lo estaban mirando. Giró la cabeza hacia los costados y solo le llamó la atención una anciana, como tantas de las que iban a diario al hospital, vestida de negro, con una pañoleta en la cabeza, que levantó lentamente la vista y lo miró. Realmente no le prestó mayor atención y subió la escalera rumbo al comedor.

Al día siguiente, entrando al Servicio de Cirugía a operar (ese día el Jefe de Residentes, que hacía la armaba la lista de operaciones, lo había puesto de primer ayudante del Jefe del Servicio) parada en el pasillo que lleva al Servicio, vió nuevamente a la viejita. Como iba distraído y concentrado en su próxima operación, se dio cuenta una vez que había pasado frente a ella. Se dio vuelta para confirmar que era ella, pero ya no estaba. Seguramente fue un corcovo de su imaginación que le había hecho ver lo inexistente.

Al otro día estaba tomando un café en el bar de enfrente del hospital con otros médicos, cuando la volvió a ver. Pasó caminando por frente al ventanal del bar y percibió claramente que lo miraba. Trató de recordar… Una paciente? No… Familiar de algún paciente? Tampoco le sonaba… Se encogió de hombros y siguió charlando con sus compañeros.

El siguiente encuentro fue bastante más franco y notorio. Ya no era su imaginación. Al entrar al hospital por la mañana estaba sentada en las escalinatas, con la misma ropa de siempre, con una especie de bufanda que usaba como pañoleta y le tapaba el cabello y parte de la cara. Y lo miraba directamente a los ojos. Estuvo tentado a pararse y preguntarle algo, pero decidió que no valía la pena. Siguió su camino resistiendo la tentación de darse vuelta a mirarla, mientras pensaba “Yo la conozco de algún lado… No me puedo acordar…!”

A media mañana apareció el Médico Interno de la Guardia por el Servicio de Cirugía y le dijo

- Che, flaco… Esta noche hay “bautismo…” Son dos pibes nuevos, un muchacho y una pendeja… Vos vas a ser el protagonista porque no te han visto todavía y no tienen idea de quién sos.

Procedió a contarle el plan, que era realmente original y divertido. Se entusiasmó pensando en cómo se reirían de los dos nuevos practicantes.

Antes de irse, el médico interno le recomendó no ir a la guardia ni a almorzar con ellos para que las víctimas no lo vieran.

Almorzó en un restaurant de la esquina, solo, y después regresó al servicio de cirugía y pasó la tarde revisando las historias clínicas de los pacientes recién operados y haciendo los controles de rutina.

A las 8 de la noche de la guardia le llegó en manos del ambulanciero un mensaje: “Preparate que a las 9 comenzamos”.

Sonriendo caminó hasta el pabellón, abrió un placard y sacó un pantalón viejo y una camisa que encontró exactamente donde el ambulanciero le dijo que iba a estar. Se cambió lentamente. Después abrió un placard donde habitualmente guardaban vituallas para complementar la magra comida del hospital, tomó un frasco de Ketchup y se lo tiró encima manchando toda la ropa, y se refregó algo por la cara. Salió lentamente del pabellón y se acercó a un área lateral donde guardaban las ambulancias, donde estaba el ambulanciero esperándolo con una de las ambulancias viejas con el motor en marcha.

- Todo el hospital sabe lo que va a pasar…! Va a estar buenísimo… - le dijo su conductor…

Y salieron por la puerta lateral del hospital con las luces bajas. Al doblar en la esquina, miró por reflejo la entrada del hospital, y volvió a verla… Estaba sentada en la escalinata, igual que a la mañana. No le vió la cara, pero parecía esperar algo… “Pobre vieja” pensó, “con este frío…”

La ambulancia anduvo unas tres cuadras, él pasó hacia la parte de atrás y se acostó en la camilla, y comenzó la diversión… Comenzó a sonar la sirena en forma continua, se encendieron las luces externas y arrancaron rumbo al hospital.

La ambulancia paró frente a la rampa de entrada de camillas a la Guardia. Médicos, enfermeras, camilleros y practicantes formaban un ramillete en la puerta, mientras que los dos nuevos quedaban atrás de todo sin poder ver ni acercarse.

Lo bajaron de la camilla, una enfermera se subió sobre él y mientras llevaban la camilla a uno de los consultorios de guardia, simulaba realizarle masaje cardíaco, mientras uno de los médicos le colocó una mascarilla de oxígeno en la boca simulando darle aire.

Corrieron por el pasillo. Todos rodeaban a la camilla para evitar que los practicantes nuevos pudieran acercarse.

Cuando llegaron al consultorio, el Médico Interno agarró un viejo desfibrilador que hacía meses que no funcionaba pero que continuaba allí, le puso las paletas en el pecho y grito “Ya…!”, momento en el cual él hacía movimientos bruscos, dándole bastante realismo a la escena mientras todos los participantes aguantaban la risa a excepción de los dos “bautizados”, que trataban de asomarse por entre la gente que le impedía el acceso a, “herido”. El ambulanciero explicaba a los gritos “Lo agarró el tren…! Lo agarró el tren…”

Finalmente, después de extender la actuación por 20 minutos, el Médico de Guardia dijo

- Basta, muchachos…! No hay caso…! Está muerto…!

Todos pusieron cara de abatidos mientras por dentro festejaban la ocurrencia y miraban de reojo a los dos practicantes, que tenían lágrimas en los ojos ante su primera experiencia traumática frente a la muerte.

Lo taparon como se ve en las películas, con una sábana. Aunque nunca se hacía, para darle más dramatismo al evento, le ataron en el dedo gordo del pié izqierdo un cartelito que decía “N.N.” y fue ahí cuando el médico interno le dijo a los dos novatos “Uds. llévenlo a la morgue y lo dejan ahí porque la policía va a tener que hacer una autopsia judicial. Esta es la llave de la morgue. Queda al fondo del pasillo. Al final van a ver una puerta que tiene el cartel que dice Morgue”

Hacia allí salieron los muchachitos, empujando la camilla mientras él, totalmente tapado, hacía denodados esfuerzos por no reirse.
Por la noche, el camino a la morgue era lúgubre, oscuro y corría un frío viento. Para aportar más al terror de los dos jovencitos, los viejos bombillos de las viejas lámparas titilaban por efecto de los cambios de tensión y los movimientos del viento.

Solo se escuchaban los pasos de los muchachos, el silbido del viento, y la apagada charla que mantenían

- Pobre tipo…!

- Si…! Que manera de morirse…

- Justo en nuestra primera noche…

El ya no aguantó más la risa y se sentó en la camilla. Cuando logró sacarse de la cara la sábana que lo cubría, vio como los dos practicantes corrían por el fondo del pasillo gritando. Pasaron por al lado de la viejita, que se acercaba caminando lentamente.

Se la quedó mirando. Ella le sonrió, le agarró la mano y le dijo:

- No te levantes, que vine a buscarte…

 

Los dos nuevos practicantes, muertos de susto, llegaron a la oficina del médico interno y exclamaban

- Está vivo…! El señor del accidente está vivo…!

- Van a discutirme a mi, pendejitos…? Yo soy el jefe de la guardia y dos estudiantitos recién llegados vienen a decirme que me equivoqué al diagnosticar una muerte…?

- Es que se levantó…! – los muchachos no paraban de gritar y gesticular

- Vamos a verlo… !

Y fueron todos conteniendo la risa y pensando en cómo seguía la broma… Encontrarían la camilla vacía, le dirían a los muchachitos que habían permitido que se roben el cadáver, que iban a tener problemas con la policía…

Cuando entraron al pasillo, vieron la camilla. Con asombro vieron que no estaba vacía. Se veía perfectamente el cartel que decía “N.N.” colgado del dedo gordo del pié izquierdo.

El médico interno lo destapo. Allí estaba él. Bastante frío, pálido violáceo, con los ojos sin brillo mirando hacia arriba, y con una mueca extraña…